Carlos Aires Libro 48, 2023
Carlos Aires
Libro 48, 2023
“And the shame was on the other side” (“Y la vergüenza estaba del otro lado”), cantaba Bowie hacia el final de esa canción que comparte título—y quizá más cosas— con esta nueva obra de Carlos Aires.
Pero, ¿de qué lado estamos nosotros, espectadores de estas tres desafiantes coronas? ¿Acaso nos posiciona, cada una de ellas, en un lugar diferente respecto de ese eje marcado por la vergüenza, la ignominia, la infamia…?
Quienes llegamos a contemplar ese aro creado con el material de un concertina —maldito sea el momento en que tuvimos que aprender el significado de esta palabra— sabemos, o creemos saber, qué cosas están separando esas vallas.
Podría afirmarse, pues, que en este caso —que azarosamente hemos escogido primero— es evidente dónde quedan la infamia y la ignominia… Ahora bien, si hablamos de vergüenza, sin duda ese Sur acuchillado también la está sintiendo.
Y es que a menudo la vergüenza está muy cerca de la humillación. Las espinas de esa otra corona nos lo recuerdan mientras apelan a otro término igualmente confuso en su dimensión polisémica: pasión. “Y los soldados tejieron una corona de espinas, la pusieron sobre su cabeza y le vistieron con un manto de púrpura; y acercándose a Él, le decían: ‘¡Salve, Rey de los judíos!’ Y le daban bofetadas…” (Juan 19:2). Otra vez los soldados, y la humillación.
El mismo binomio vuelve a estar presente, de algún modo, en la tercera corona: “(E)l laurel se usó para coronar a los generales invictos y también a los emperadores, y para adornar las lanzas de los soldados”, escribe el profesor Salazar Rincón.
La propia expresión “corona de laurel” tiene algo de redundante, pues según el Diccionario de la Real Academia la segunda acepción de “Laurel” es, precisamente: “Corona, triunfo, premio”.
¿Merecerían, entonces, una corona de laurel las personas que consiguen atravesar con vida las concertinas? ¿O debería otorgársele ese premio a los soldados que lo impiden? ¿A quién le correspondería, entonces, llevar la corona de espinas?
Carlos Aires nos vuelve a confrontar con tres alegorías del poder contrapuestas, conflictivas, contradictorias; tres símbolos que no se relacionan conforme a las premisas hegelianas (tesis-antítesis-síntesis). No hay aquí dialéctica, ni solución.
No está claro, pues, quiénes son —o podrían ser, o deberían ser— los héroes en esta historia. Ni siquiera podemos asegurar, de hecho, que lo que aquí nos ofrece el artista sea algo parecido a una historia.
Pero también es posible que estemos en presencia de algo más que una (mera) historia. Quizá esa multiplicidad de sentidos —irreconciliables, irresolubles— que explota al contemplar estos tres símbolos nos remita, más bien, a un relato mítico.
“Dedicáronle el laurel […] porque puestas sus hojas sobre la cabeza del que duerme, ensueña, según dice Serapión, cosas verdaderas, que es género de adivinanza, arte atribuida a Apolo”, escribió Pérez de Moya en su Philosofía secreta (1585).
Los mitos, efectivamente, se asemejan a ciertos sueños, que sabemos cargados de verdad aunque nos resulte difícil —o, directamente, imposible— encontrar las razones precisas por las que ello es así, ni las causas a las que obedecen.
(Carlos Aires ha conseguido renovar ese extraño e incómodo parentesco entre la imaginación y la verdad que los antiguos conocieron bien, y que quizá en algún momento intuyeron los surrealistas).
Como si ciertos objetos hubiesen quedado cargados de sentidos acumulados a través del tiempo y el espacio, cada una de estas coronas se configura como un espejo (mucho más reflectante que el mármol sobre el que reposan), o un agujero.
Los círculos que describen no están vacíos: son marcos (como también lo eran aquellos cuatro minutos y treinta y tres segundos de John Cage)
que acogerán todo lo que estemos dispuestos a imaginar dentro de ellos.
O acaso esas oquedades sean, más bien, bocas (como la del gato deCheshire, o como las que —también sobre mármol— ha trazado Aires en otros trabajos recientes): dientes, espinas, cuchillas… o una lengua que
nos acaricia con tacto de laurel.
“(E)n los oráculos existía la costumbre de arrojar hojas de laurel al fuego, y si crepitaban era un buen augurio, mientras que, si ocurría lo contrario,
era señal de sucesos nefastos”, anota Salazar Rincón en su estudio sobre la simbología del laurel.
Carlos Aires, en otros trabajos, nos ha presentado versiones carbonizadas de estas tres coronas… ¿Se convierte entonces el mito en profecía, o acaso estos dos conceptos se refieren, en realidad, a una misma cosa?
Pero las imágenes no deberían distraernos de las palabras —estamos en presencia de un artista deliberadamente barroco y andaluz (si es que estos dos términos no significan lo mismo), que además tiene acento
belga (esto no son tres coronas)—:
“Corona”, según el diccionario etimológico de Corominas, “vendría del occitano antiguo coronel [‘jamba de puerta’], que no es diminutivo de
corona, sino de columna”. Un elemento arquitectónico —otro símbolo del poder— clásico en Aires.
El mismo diccionario nos recuerda, algo después, que “coronel” procede “del italiano colonello ‘columna de soldados’”; “And the guns shot above our heads” (“Y las armas dispararon sobre nuestras cabezas”), cantaba Bowie antes del verso citado al inicio.
La canción Heroes fue escrita después de que Bowie contemplase el atisbo de una infidelidad amorosa por parte del productor Tony Visconti. La octava acepción del verbo “coronar”, según la Real Academia, es: “Engañar a su pareja con otra persona”.
Las tres coronas no ocultan nada. Son, ya se ha dicho, agujeros. O espejos que siempre deforman. Alegorías del poder. Vergüenza, ignominia, infamia. Humillación. ¿Se trata, entonces, de un engaño? Carlos Aires ha vuelto a ejercer de trilero.
Carlos Aires
1974, Ronda, Málaga, España
Vive y trabaja en Madrid
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