El mundo que Curro González viene a representar en sus obras no aparece sino tras ciertos rodeos; como espirales que salen y vuelven a su propio centro, sus imágenes se concentran y expanden dejando tras si un rastro de ambigüedad.
La sintaxis de sus obras está plagada de elementos que desbordan los significados originariamente dispuestos, como si quedaran palabras ocultas en la caja de texto. Conocedor de la imposibilidad de proporcionar un manual de uso, y por tanto de la dificultad de una hermenéutica de la imagen, se recrea en su aspecto y perfila sus iconos como si los contemplase en una barraca de espejos deformantes. En ese juego reconoce el desafío personal de no tomarse en serio ni al mundo, ni a sí mismo, y con esa terapia termina desnudando su propio desasosiego.
Hotel Freud se presenta como un relato inacabado, como un chiste al que se le hubiera estropeado el gancho mal y nos dejara en un estado de cierta decepción. Plantea y propone, así, una aproximación controvertida a la idea del arte como búsqueda del paraíso, como un lugar que nos devuelve al estado de ánimo de nuestra infancia, cuando ni siquiera éramos conscientes de lo cómico de nuestra existencia.